Una de las palabras más
estropeadas de nuestro lenguaje, luego del amor es la libertad. Libertad, ¡cuántas esclavitudes se generan en tu
nombre! Pero ¿qué es libertad? ¿Acaso es la plena coincidencia con lo mejor de
uno mismo? Nosotros, los humanos somos seres interiormente divididos;
disponemos del libre albedrío para conquistar la libertad. Los griegos
distinguían, por eso, entre libre albedrío y libertad. El sistema actual, dirigido por la economía consumista, concibe
la libertad como “hacer lo que me da la gana”. Ignora que hacer lo que nos
da la gana acaba convirtiéndonos en esclavos de mil cosas. Así, el drogo de hoy creyó ser libre ayer, cuando decidió
pincharse; como el fumador de ayer con cáncer de pulmón hoy.
El problema de la libertad radica
en nuestra condición contradictoria de ser seres separados entre razón y libertad, ciencia y conciencia, razón y corazón, presente y
futuro, materia y espíritu, entre el yo y los otros. Esa división interna puede crearnos mil necesidades falsas. Y cuando nos
domina una falsa necesidad acabamos siendo esclavos de algo que parecía una
promesa seductora. Por tanto, una primera señal de la libertad radica en el equilibrio emocional y racional (llamado por Aristóteles la prudencia, el justo medio).
Para Pablo de Tarso, nuestro cisma más radical se da entre dos tendencias fatales: la egolatría de quien se cree
centro del mundo y acaba convertido en esclavo de mil falsos dioses, y la
idolatría secreta del moralista reprimido que acaba siendo un ególatra: porque
ya no hace lo bueno por amor al bien, sino porque es esclavo de su propia
imagen y necesita sentirse superior a los demás. Contra ambos, Pablo anuncia
una nueva posibilidad humana, como la gran aportación del mensaje cristiano: un
hombre liberado de sí mismo, de su propio ego y de su afán de reconocimiento,
liberado de nuestra inagotable necesidad de justificación. De Pablo podríamos
aprender, que nuestra libertad, para ser tal, necesita ser liberada. Esa
liberación es la tarea de nuestra existencia y, según Pablo: “Cristo nos liberó
[de nosotros mismos] para que seamos verdaderamente libres”.
Según eso, vivimos para aprender
a ser libres. Lo cual resulta subversivo en una sociedad que predica que
vivimos para ser felices, y pone nuestra dicha en consumir más y mejor. F. Nietzsche
enseñaba que el ser humano tiene que elegir entre felicidad y libertad. Si
elige la primera quizá se creerá feliz pero no será más que un esclavo
contento, cuya vida carece de sentido. Si elige la libertad, su vida podrá
estar sembrada de disgustos y dificultades, pero será una vida con sentido. Y
el sentido es toda la felicidad a que podemos aspirar en este valle de lágrimas.
Aunque parezca paradójico, la
auténtica y verdadera libertad se encuentra en el interior de cada uno de
nosotros, no está afuera, no está en las cosas ni en los placeres de la vida,
porque si disfrutas por fuera y por dentro estás vacío, se llama esclavitud,
dependencia, mendigar amor… Empero, si primero estás bien contigo mismo, luego
disfrutas de lo que eres y tienes, solo así saborearás lo bello que es vivir. Ya decía Agustín de Hipona: “¡Tarde te amé,
Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo
afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenía lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y
ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y
deseé con ansia la paz que procede de ti”. De este modo, la libertad está
en Dios, que Jesús nos lleva a ser libres, porque la verdad nos hace libres.