lunes, 21 de diciembre de 2015

El dolor humano y Jesús

EL DOLOR HUMANO Y JESÚS
El sufrimiento de Jesús, para poder entenderlo, hay que encuadrarlo en su alegría de vivir.

Recuerdo con claridad, estando en el noviciado, haber leído una frase que ha marcado mucho mi vida personal; dice la frase: “Si vives intensamente los momentos buenos de tu vida, es muy posible que en los momentos malos, puedas superar el dolor”; es decir, “el poder mirar hacia atrás, y sentirnos satisfechos con lo realizado, nos confirma lo bello que es vivir”. Ahora siendo sacerdote, cada vez más comprendo tales ideas. Más todavía desde la vida humana, y tan humano como nuestro señor Jesucristo, nadie; porque en Jesús, tanto el sentimiento de alegría como de dolor parten de la experiencia de Dios; y experiencia de Dios quiere decir lo bueno, lo noble, lo bello, lo mejor, lo sagrado. Pero el dolor no es ajeno a lo divino, ya que el dolor es un dolor aceptado como parte de nuestro acercamiento a Dios y no como fruto de culpa o castigo por el mal. Jesús acepta el dolor desde la fe, como algo que debe ser vencido. Jesús ve el dolor como parte de la sensibilidad en el amor, como forma de sintonía y capacidad de respuesta ante el dolor o necesidad ajenos. El dolor de Jesús es una apertura hacia el dolor ajeno que lo potencia e impulsa a aliviar el dolor de los demás. Nosotros, en cambio, muchas veces vemos el dolor como castigo, como algo ajeno a nuestra naturaleza y por ello nos paraliza, nos quita la capacidad de amar, de gozar y de interesarnos por los demás. No estamos ni queremos estar familiarizados con él; nos hacemos insensibles. La realidad de la vida nos hace experimentar que solo el que sabe sufrir es el que sabe vivir y amar. El sufrimiento de Jesús, para poder entenderlo, hay que encuadrarlo en su alegría de vivir: su anuncio de la “buena nueva”, sus encuentros con la gente llenos de esperanza. En él comprendemos que solo tienen capacidad de alegrarse verdaderamente los que son también capaces de asumir el sufrimiento como oportunidad de crecimiento y maduración.

Muchas veces el precio que tenemos que pagar por evitar a toda costa el dolor es la insensibilidad frente a todo lo que vale la pena en la vida. No es por casualidad que allí donde nuestro mundo es más hedonista y relativista donde se evita el dolor a toda costa, en los países más desarrollados, se dan el hastío, la angustia y aun la desesperación y el suicidio. No podemos seguir desarrollando esa sensibilidad puramente epidérmica del hombre posmoderno, cultivando un cristianismo sin interioridad ni experiencia profunda donde el individuo pueda refugiarse de la dureza e indiferencia de nuestro sistema, encerrándose en una fe privada, individual y sentimental. El único criterio de verificación de nuestro ser cristiano y humano es nuestro amor concreto y real a los demás, con las consecuencias que eso implica. Como nos lo señala muy firmemente el evangelista Juan: “quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn. 4, 20).

Si algo nos va a pedir y aun exigir cada año es la capacidad de conmovernos frente a la desdicha ajena, el gesto de acogida y comprensión ante el dolor del otro. Será necesario aquel principio de misericordia que rigió toda la vida de Jesús y que lo llevaba a que se le “conmovieran las entrañas” ante el dolor ajeno, y que a su vez lo señala y pone como modelo en la parábola del “Buen Samaritano”, en la cual queda expresada la actitud humana por excelencia. Solo cuando nos sintamos identificados con todo hombre, sea cual sea su condición, cuando lo valoremos y respetemos más allá de su nacionalidad, religión, raza, condición humana o género, habremos entendido lo que es ser humano, nuestra propia humanidad.

No solo es necesario interiorizar el sufrimiento de los hombres y mujeres crucificados en nuestro mundo, sino también comprometerse en erradicarlo o, al menos, aliviar en lo posible ese sufrimiento. Bien lo está afirmando con sus frases cortas, pero acertadas de nuestro Papa Francisco, aludiendo, en primer lugar a la paz y justicia que deben reinar entre las naciones; luego está la atención primera por los más débiles y necesitados de amor, perdón, confianza, comida.


Solamente las personas que “comprenden” el dolor en carne propia son quienes se involucran en la acción del buen samaritano, y todas aquellas otras personas que son movidos por el poder del Espíritu Santo.